La Masa

    Al que madruga Dios le ayuda… y bien sabido es que cada mañana trae su afán; sin embargo, extraño los calmados días de la infancia en que despertaba con los delicados e intrusivos aromas que vilmente invadían mi habitación hasta hacerme perder el sueño y la calma.

    Gracias a nuestra famosa idiosincrasia antioqueña, podemos asegurar que como “cultura” tenemos un sin número de costumbres bien arraigadas en nuestros seres, y que ni la diversa gastronomía colombiana ha logrado escapar de ellas. La arepa, la cual data en nuestro continente hace más de 3.000 años aproximadamente; ha sido aquel elemento de la cocina paisa que nunca ha faltado en la mesa (ni mucho menos en las calles), ya que su sabor neutro ha permitido crear una amalgama de sabores a partir de la gran cantidad de combinaciones posibles con otros alimentos… aunque usted y yo bien sabemos que la reina de todas estas mezclas siempre será la humilde mantequilla y nuestro bien ponderado quesito campesino.

    “Aquel aroma será indiscutible por los siglos de los siglos y en cualquier lugar de la ciudad bien reconocible; el problema se presenta cuando dicho olor invade, ultraja y atropella mis fosas nasales; pues inmediatamente pierdo la noción del tiempo y el espacio y vuelvo a ser aquel hambriento niño de tan sólo seis años de edad”.

    Antes de toda esta absurda modernidad consumista que nos ha “facilitado la vida”, los abuelos solían comprar sus víveres en las plazas de mercado, disponiéndose no sólo a retroalimentar la economía de nuestros campesinos, sino tratando de buscar la frescura y la naturalidad de los alimentos. Elementos como la leche, la mantequilla, los granos y demás, llegaban en botellas, empaques de papel (que solían impregnar con su arma dulce los productos envueltos en ellos), o bolsas de tela reutilizables; todo esto buscando evitar la contaminación del planeta y dándole un sabor simbólico de frescura a los productos muy difícil de explicar.

    El maíz blanco era uno de aquellos inmemorables productos. Llegaba en graciosas mazorcas de extraños peinados curtidos de colores y elegantes trajes de etiqueta con verdes y largas hojas. Allí comenzaba mi fugaz aventura. Con mis pequeñas manos tomaba aquel elemento aún muy grande para ellas y en toda la calma del mundo, desprendía con mis deditos cada uno de sus jugosos y tiernos granos, llenando mis manos, la ropa y el piso torpemente de aquel líquido extraño que todo lo blanqueaba. Aquel maíz iba a una gran olla que siempre era la misma (pues antes cada una de ellas tenía un cargo y una función exclusiva en el hogar), hervía durante un par de horas, se escurría con un cedazo y luego se llevaba a la rudimentaria máquina de moler. ¡Vaya brazos que había que tener para satisfacer tan ardua labor!.

    Una vez preparada la masa, mi bisabuela comenzaba a formar pequeñas bolas desuniformes, tratando de alcanzar en ellas a puro ojo el mismo tamaño. En medio de mi inagotable energía, retiraba valientemente un poco de masa de las cuchillas de la máquina de moler cuidadosamente, para con ella crear miniarepas artesanales que a duras penas acaparaban el área de mis palmas. Todo este proceso (tanto el de mi bisabuela como el mío), finalizaba en las hornillas del viejo fogón eléctrico, sobre incandescentes parrillas que marcaban de oscuras líneas cenizas a nuestras blancas delicias.

    Vivía al pendiente de mis pequeñas amigas, las cuales una vez listas por ambos lados, eran embadurnadas con exquisita mantequilla de vaca natural, una pisca de sal y todas las ganas que podía proporcionar aquel agotador rito. El resto de las arepas tamaño grande, iban a la nevera una vez frías y con ellas se suplían por un par de semanas los desayunos de nuestra familia. También se daba la posibilidad de revivir el proceso durante algunas tardes con un buen café, delante de una visita inesperada o previamente acordada; entre cotorreos salvajes de innumerables apellidos, la situación del país o alguno que otro tema de moda; llenando así todo el espacio habitado de este delicioso aroma que robaba mi atención, generando de inmediato un vacío en mi estómago que no podía ignorar. Recuerdo que siempre me decían: Una vez se vaya la visita, le hago su arepita… ya imaginará usted de qué clase de mentira blanca estamos hablando.

    Hoy día por más que busque entre las docenas de marcas existentes en el mercado, no logro encontrar aquel sabor a memoria y gusto que me satisfaga… sin embargo, el genérico aroma sobre el fogón trae a mí esquivamente el recuerdo de las manos cálidas de mi bisabuela y el amor con el que ella hacía nuestras arepas.

 


 


Comentarios

  1. Que bien por este relato me loco a mi niñez en casa de la abuela. Ella las hacía en fogones de leña y carbón en el patio

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